domingo, 22 de enero de 2012

Inmortal

Levanté el dedo índice, el que siempre (desde pequeña), utilizo para señalar a las personas. El dedo que se utiliza para acariciar, para acusar. Para buscar, para señalar. Y entonces le pedí a la ciencia o a la religión que me dejaran vivir un día más. Una semana más, un mes más. Y también un año más, y todo el tiempo que yo quisiera.

Así fue como quise que empezara mi etapa inmortal, aunque no fuera ninguna etapa, porque las etapas no tienen sentido si tan solo hay una y no hay más. Entonces no era una etapa. Me era igual, así era como empezaba mi nuevo momento, mi nuevo instante, mi nuevo tiempo. Aunque en realidad no era ningún momento, porque iban a existir infinidad de ellos iguales. Tampoco era un tiempo, porque ahora ese concepto no tenía sentido en mi interior. De todas formas, tampoco iba a ser un instante, sino que iba a ser mucho más.

Sin pensar pensé que esta era mi nueva vida, la que yo había elegido, la que yo quería. Aunque en realidad, esto que viviría ya no era una vida. No era vida por el simple hecho de que ya no había muerte.
Y me acordé del dedo, este que sirve para acariciar. Podría acariciar todo lo que quisiera. Podría acariciar a mis padres, a mi familia entera durante mucho tiempo. Podría acariciar a mi pareja, a mis amigos, a mis hijos, a mis perros, a las cosas bonitas. También podría acusar, buscar y señalar. Pero de todas formas nada de esto tendría sentido, porque ellos se irían pronto. No había pensado en un tiempo infinito para ellos, así que me quedaría sola.

Yo había ideado este "cielo" para mí. Lo había ideado para disfrutar, porque lamento los buenos momentos que se terminan. Lamento no tener tiempo para leer lo que quiero, y tener que hacerlo más tarde. Lamento tener que soñar que quiero ser inmortal. Lamento tener que estar lejos de mis expectativas, de tener que dejarlo para después, de levantarme y saber lo que vendrá sin sorpresa alguna. Lamento no-tener-tiempo y estar de brazos cruzados frente a ello.

Lamento muchas cosas, muchas.
Pero en realidad, disfruto más de lo que me quejo. Porque realmente lo que me importa son las buenas experiencias, mientras que las malas me enseñan lo buenas que son las buenas.
Por lo tanto, la muerte me enseña lo importante que es la vida. Si no hubiera muerte disfrutaría, pero solo por un tiempo, en vano. Luego me volvería loca, porque no habría tiempo, simplemente no lo habría. No existirían las buenas experiencias, porque no habría malas. No habría malas porque siempre habría tiempo para arreglarlas, porque siempre se podría hacer mejor y nunca se aprendería. Porque no existirían los valores, no necesitaríamos abrazos ni decepciones.

Bajé el índice, e hice algo que los seres humanos no están acostumbrados a hacer: admitir el error. Jamás debería ser inmortal. Jamás debería pensar en lo que me puede pasar o en lo que estoy perdiendo, o en lo que debería hacer, porque simplemente debería hacerlo y dejar que los fracasos den un empujón a las victorias, porque de esto está hecha la vida: de lágrimas, sonrisas, mi fuego, mi amor y el de los demás, y el fuego de cada uno. La vida está hecha para moverse, y aquellos que no lo hacen y no son conscientes (o sí lo son y aún así no ven la solución), no la están viviendo como toca.

Olvida, perdona. Perdona el mal, piensa que todos tenemos el mismo tiempo. Realmente, aunque tú te vayas antes, o él se vaya después, todos tenemos el mismo tiempo, porque no sabemos cuándo nos vamos a ir. Si te levantas dos semanas seguidas preguntándote qué estás haciendo y por qué lo haces, cambia rápidamente de enfoque, pídele al mundo que pare y bájate. Y súbete a otro, y móntatelo como quieras, y sonríe, y crece, e inventa y enloquece, de todas aquellas pequeñas y grandes cosas que hacen que seas tú, y enamórate, equivócate, y vuelve a perdonar. Así, tan solo así, y no de ninguna otra forma, te darás cuenta de que ya eres inmortal.

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